VILLACLARA
EL UVERO
La mayoría de edad del Ejército Rebelde
Por Comandante Ernesto Guevara
Decidido el punto de ataque, nos quedaba precisar exactamente la forma en que se haría; teníamos que solucionar problemas importantes como averiguar el número de soldados existentes, el número de postas, el tipo de comunicaciones que usaban, los caminos de acceso, la población civil y su distribución, etc. Para todo esto nos sirvió magníficamente el compañero Cardero, hoy comandante del Ejército Rebelde, quien era yerno del administrador del aserrío, según creo recordar.
Suponíamos que el ejército tenía datos más o menos exactos de nuestra presencia en la zona, pues fueron capturados un par de chivatos portando documentos de identificación, que confesaron ser enviados por Casillas para averiguar sobre el paradero del Ejército Rebelde y sus puntos habituales de reunión. El espectáculo de los dos hombres implorando clemencia era realmente repugnante y a la vez lastimero, pero las leyes de la guerra, en esos momentos difíciles, no se podían desconocer, y ambos espías fueron ejecutados al día siguiente.
Ese mismo día, 27 de mayo se reunió el Estado Mayor con todos los oficiales, anunciando Fidel que dentro de las cuarenta y ocho horas próximas tendríamos combate y que debíamos permanecer con tropas y enseres, listos para marchar. No se nos dio indicaciones en esos momentos.
Cardero sería el guía pues conocía perfectamente el puesto del Uvero, todas sus entradas y salidas y sus caminos de acceso. Por la noche nos pusimos en marcha; era una caminata larga, de unos 16 kilómetros, pero totalmente en bajada por los caminos que había construido especialmente para sus aserraderos la Compañía Babún. Empleamos, sin embargo, unas ocho horas de marcha pues se vio interrumpida por una serie de precauciones extras que había que tomar, sobre todo al ir acercándonos al lugar de peligro. Al final se dieron las órdenes de ataque que eran muy simples; había que tomar las postas y acribillar a balazos el cuartel de madera.
Se sabía que el cuartel no tenía mayores defensas salvo algunos bolos diseminados en las inmediaciones, los puntos fuertes eran las postas de 3 a 4 soldados cada una, emplazadas estratégicamente en las afueras del cuartel. Este estaba dominado por una loma colocada justo enfrente y que sería el emplazamiento del Estado Mayor para dirigir el combate. Era factible acercarse hasta pocos metros de la construcción a través de la maraña de los montes cercanos. Una instrucción precisa era el cuidado especial de no tirar contra el batey, pues había mujeres y niños, incluso la mujer del administrador que conocía del ataque pero no quiso salir de allí para evitar después cualquier suspicacia. La población civil era nuestra preocupación mayor mientras partíamos a ocupar los puestos de ataque.
El cuartel del Uvero estaba colocado a la orilla del mar, de tal manera que para rodearlo solamente necesitábamos atacarlo por tres puntos.
Sobre la posta que dominaba el camino que, desde Peladero, viene bordeando el mar, el que también nosotros utilizamos en parte, se mandaron los pelotones dirigidos por Jorge Sotús y Guillermo García; Almeida debía encargarse de liquidar una posta colocada frente a la montaña, más o menos al Norte; Fidel estaría en la loma que domina el cuartel y Raúl avanzando con su pelotón por el frente; a mí se me asignó un puesto intermedio con mi fusil ametralladora y los ayudantes; Camilo y Ameijeiras debían avanzar de frente, en realidad entre mi posición y la de Raúl, pero equivocaron el rumbo por la noche e iniciaron la pelea luchando a mi izquierda en lugar de hacerla a mi derecha; el pelotón de Crescencio Pérez debía avanzar por el camino que, saliendo del Uvero, va a Chivirico, e impedir la llegada de cualquier clase de refuerzos que vinieran por esa zona.
Se pensó que la acción iba a acabar en poco tiempo dada la sorpresa que teníamos preparada; sin embargo, fueron avanzando los minutos y no podíamos posesionar a la gente en la forma ideal prevista; llegaban las noticias a través de los guías, Cardero y un práctico de la zona llamado Eligio Mendoza, y veíamos que avanzaba ya el día y empezaba la penumbra precursora de la mañana sin que estuviéramos en posición para sorprender las guardias como habíamos pensado en el primer momento. Jorge Sotús avisó que no dominaba el punto asignado desde su posición pero era tarde para iniciar nuevos movimientos. Cuando Fidel abrió fuego con su mirilla telescópica, reconocimos el cuartel por el fuego de los disparos con que contestaron a los pocos segundos. Yo estaba colocado en una pequeña elevación de terreno y dominaba el cuartel perfectamente pero quedaba muy lejos, por lo que avanzamos para buscar mejores posiciones.
Todo el mundo avanzaba; Almeida lo hacía hacia la posta que defendía la entrada del cuartelito por su sector, y a mi izquierda, se veía la gorra de Camilo con un paño en la nuca, como casquete de la Legión Extranjera, pero con las insignias del Movimiento. Fuimos avanzando en medio del tiroteo generalizado y con todas las precauciones que este tipo de combate demanda.
A la pequeña escuadra se le fueron uniendo combatientes que quedaban desperdigados de sus unidades; un compañero de Pilón al que llamaban Bomba, y el compañero Mario Leal y Acuña se unieron a lo que ya constituía una pequeña unidad de combate. La resistencia se había hecho dura y habíamos llegado a la parte llana y despejada donde había que avanzar con infinitas precauciones, pues los disparos del enemigo eran continuos y precisos. Desde mi posición, apenas a unos 50 ó 60 metros de la avanzada enemiga, vi cómo de la trinchera que estaba delante salían dos soldados a toda carrera y a ambos les tiré, pero se refugiaron en las casas del batey que eran sagradas para nosotros. Seguimos avanzando aunque ya no quedaba nada más que un pequeño terreno, sin la más mínima yerba para ocultarse y las balas silbaban peligrosamente cerca de nosotros. En ese momento escuché cerca de mí un gemido y unos gritos en medio del combate, pensé que sería algún soldado enemigo herido y avancé arrastrándome, mientras le intimaba rendición; en realidad, era el compañero Leal, herido en la cabeza. Hice una corta inspección de la herida, con entrada y salida en la región parietal; Leal estaba desmayándose, mientras empezaba la parálisis de los miembros de un costado del cuerpo, no recuerdo exactamente cuál. El único vendaje que tenía a mano era un pedazo de papel que coloqué sobre las heridas. Joel Iglesias fue a acompañarlo, poco después, mientras continuábamos nuestro ataque. Acto seguido, Acuña caía también herido; nosotros ya sin avanzar disparábamos teniendo enfrente una bien acondicionada trinchera de donde se nos respondía el fuego. Estábamos recuperando valor y haciendo acopio de decisión, para tomar por asalto el refugio, pues era la única forma de acabar con la resistencia, cuando el cuartel se rindió.
Todo esto se ha contado en pocos minutos, pero duró aproximadamente dos horas y 45 minutos desde el primer disparo hasta que logramos tomar el cuartel. A mi izquierda, algunos compañeros de la vanguardia, me parece precisar que Víctor Mora y otros más, tomaban prisioneros a varios soldados que hacían la última resistencia y, de la trinchera de palos, enfrente nuestro, emergió un soldado haciendo ademán de entregar su arma; por todos lados empezaron a surgir gritos de rendición; avanzamos rápidamente sobre el cuartel y se escuchó una última ráfaga de ametralladora que, después, supe había segado la vida del teniente Nano Díaz.
Llegamos hasta el batey donde tomamos prisioneros a los dos soldados que habían escapado a mi ametralladora y también al médico y su asistente. Con el médico, un hombre canoso y reposado cuyo destino posterior no conozco —no sé si actualmente estará integrado a la Revolución— sucedió un caso curioso: mis conocimientos de medicina nunca fueron demasiado grandes; la cantidad de heridos que estaban llegando era enorme y mi vocación en ese momento no era la de dedicarme a la sanidad; sin embargo, cuando fui a entregarle los heridos al médico militar, me preguntó cuántos años tenía y acto seguido, cuándo me había recibido. Le expliqué que hacía algunos años y entonces me dijo francamente: "Mira, chico, hazte cargo de todo esto, porque yo me acabo de recibir y tengo muy poca experiencia". El hombre, entre su inexperiencia y el temor lógico de la situación, al verse prisionero se había olvidado hasta la última palabra de medicina. Desde aquel momento tuve que cambiar una vez más el fusil por mi uniforme de médico que, en realidad, era un lavado de manos.
Después de este combate, uno de los más sangrientos que hayamos sostenido, fuimos atando cabos y se puede dar una imagen más general y no desde el enfoque que hice hasta aquí relatando mi participación personal. El combate se desarrolló más o menos así: Al dar Fidel orden de abrir fuego, con su disparo, todo el mundo comenzó a avanzar sobre los objetivos fijados y el ejército a responder con fuego nutrido, dirigido en muchos casos hacia la loma de donde nuestro jefe dirigía el combate. A los pocos minutos de iniciadas las acciones Julito Díaz murió al lado de Fidel al ser alcanzado por un balazo directamente en la cabeza. Fueron pasando los minutos y la resistencia seguía enconada sin que se pudiera amagar sobre los objetivos. La tarea más importante en el centro, era la de Almeida, encargado de liquidar de todas maneras la posta para permitir el paso de sus tropas y las de Raúl que venían marchando de frente contra el cuartel.
Los compañeros contaron después cómo Eligio Mendoza, el práctico, tomó su fusil y se lanzó al combate; hombre supersticioso, tenía un "santo" que lo protegía, y cuando le dijeron que se cuidara, él contestó despectivo que su "santo" lo defendía de todo; pocos minutos después caía atravesado por un balazo que literalmente le destrozó el tronco. Las tropas enemigas, bien atrincheradas, nos rechazaban con varias bajas y era muy difícil avanzar por la zona central; por el sector del camino de Peladero, Jorge Sotús trató de flanquear la posición con un ayudante llamado El Policía, pero este último fue muerto inmediatamente por el enemigo y Sotús debió tirarse al mar para evitar una muerte segura, quedando desde ese momento prácticamente anulada su participación en el combate. Otros miembros de su pelotón trataron de avanzar, pero igualmente fueron rechazados; un compañero campesino, de apellido Vega, me parece, fue muerto; Manals, herido en un pulmón; Quike Escalona resultó con tres heridas en un brazo, la nalga y la mano al tratar de avanzar. La posta, atrincherada tras una fuerte protección de bolos de madera, hacía fuego de fusil ametralladora y fusiles semiautomáticos, devastando nuestra pequeña tropa. Almeida ordenó un ataque final para tratar de reducir de todas maneras los enemigos que tenía enfrente; fueron heridos CilIeros, Maceo, Hermes Leyva, Pena y el propio Almeida en el hombro y la pierna izquierdos, y el compañero Moll fue muerto. Sin embargo, este empujón dominó la posta y se abrió el camino del cuartel. Por el otro lado, el certero tiro de ametralladora de Guillermo García había liquidado a tres de los defensores, el cuarto salió corriendo, siendo muerto al huir. Raúl, con su pelotón dividido en dos partes, fue avanzando rápidamente sobre el cuartel. Fue la acción de los dos capitanes, Guillermo García y Almeida, la que decidió el combate; cada uno liquidó a la posta asignada y permitió el asalto final. Junto al primero debe destacarse la actuación de Luis Crespo, que bajó del Estado Mayor para participar en el asalto.
En el momento en que se desmoronaba la resistencia enemiga, al llegar a tomar el cuartel, donde se había sacado un pañuelo blanco, alguien, de nuestra tropa probablemente, disparó nuevamente y del cuartel respondieron con una ráfaga que dio en la cabeza de Nano Díaz, cuya ametralladora había hecho estragos hasta ese momento, entre el enemigo. El pelotón de Crescencio casi no intervino en el combate debido a que su ametralladora se atascó y su participación fue de custodio del camino de Chivirico. Allí se detuvieron algunos soldados al huir. La pelea había durado dos horas y cuarenta y cinco minutos y ningún civil había sido herido a pesar del número de disparos que se realizaron.
Cuando hicimos el recuento de la batalla, nos encontramos el siguiente cuadro: Por nuestra parte, habían muerto seis compañeros en ese momento: Moll, Nano Díaz, Vega, El Policía, Julito Díaz y Eligio Mendoza. Muy mal heridos estaban Leal y Cilleros. Heridos de mayor o menor consideración: Maceo, en un hombro; Hermes Leyva, un tiro a sedal en el tórax; Almeida, brazo y pierna izquierdos; Quike Escalona, brazo y mano derechos; Manals, un tiro en el pulmón, sin mayores síntomas; Pena, en una rodilla, y Manuel Acuña en el brazo derecho. En total, quince compañeros fuera de combate. Ellos habían tenido 19 heridos, 14 muertos, otros 14 prisioneros y habían escapado 6, lo que hacía un total de 53 hombres, al mando de un segundo teniente que sacó la bandera blanca después de estar herido.(1)
Si se considera que nuestros combatientes eran unos 80 hombres y los de ellos 53, se tiene un total de 133 hombres aproximadamente, de los cuales 38, es decir, más de la cuarta parte, quedaron fuera de combate en poco más de dos horas y media de combate. Fue un ataque por asalto de hombres que avanzaban a pecho descubierto contra otros que se defendían con pocas posibilidades de protección. Debe reconocerse que por ambos lados se hizo derroche de coraje. Para nosotros fue, además, la victoria que marcó la mayoría de edad de nuestra guerrilla. A partir de este combate, nuestra moral se acrecentó enormemente, nuestra decisión y nuestras esperanzas de triunfo aumentaron también, simultáneamente con la victoria y, aunque los meses siguientes fueron de dura prueba, ya estábamos en posesión del secreto de la victoria sobre el enemigo. Esta acción selló la suerte de los pequeños cuarteles situados lejos de las agrupaciones mayores del enemigo y fueron desmantelados al poco tiempo.
Una de las primeras balas del combate rompió el aparato de teIefonía cortando la comunicación con Santiago y apenas si un avión evolucionó una o dos veces sobre el campo de batalla, sin que se hiciera presente la aviación enemiga; solamente llegaron los aviones de reconocimiento horas después, cuando ya estábamos encaramados en la montaña. De la concentración de fuego por parte nuestra habla, además de los 14 muertos, el que 3 de 5 pericos que tenían los guardias en el cuartel, fueron muertos. Hay que pensar en el tamaño diminuto de este animalito para hacerse una idea de lo que le cayó al edificio de tablas.
El reencuentro con la profesión médica tuvo para mí algunos momentos muy emocionantes. El primer herido que atendí, dada su gravedad, fue el compañero Cilleros. Una bala había partido su brazo derecho y, tras de atravesar el pulmón, aparentemente se había incrustado en la columna, privándolo del movimiento en las dos piernas. Su estado era gravísimo y apenas si me fue posible darle algún calmante y ceñirle apretadamente el tórax para que respirara mejor. Tratamos de salvarlo en la única forma posible en esos momentos; llevándonos los catorce soldados prisioneros con nosotros y dejando a dos heridos: Leal y Cilleros, en poder del enemigo y con la garantía del honor del médico del puesto. Cuando se lo comuniqué a Cilleros, diciéndole las palabras reconfortantes de rigor, me saludó con una sonrisa triste que podía decir más que todas las palabras en ese momento y que expresaba su convicción de que todo había acabado. Lo sabíamos también y estuve tentado en aquel momento de depositar en su frente un beso de despedida pero, en mí más que en nadie, significaba la sentencia de muerte para el compañero y el deber me indicaba que no debía amargar más sus últimos momentos con la confirmación de algo de lo que él ya tenía casi absoluta certeza. Me despedí, lo más cariñosamente que pude y con enorme dolor, de los dos combatientes que quedaban en manos del enemigo. Ellos clamaban que preferían morir en nuestras tropas, pero teníamos nosotros también el deber de luchar hasta el último momento por sus vidas. Allí quedaron, hermanados con los 19 heridos deI ejército batistiano a quienes también se había atendido con todo el rigor científico de que éramos capaces. Nuestros dos compañeros fueron atendidos decentemente por el ejército enemigo, pero uno de ellos, Cilleros, no llegó siquiera a Santiago. El otro sobrevivió a la herida, pasó prisionero en Isla de Pinos todo el resto de la guerra, y hoy todavía lleva huellas indelebles de aquel episodio importante de nuestra guerra revolucionaria.
Cargando en uno de los camiones de Babún la mayor cantidad posible de artículos de todo tipo, sobre todo medicinas, salimos los últimos, rumbo a nuestras guaridas de la montaña donde llegamos todavía a tiempo para atender a los heridos y despedir a los caídos, que fueron enterrados junto a un recodo del camino. Se preveía que la persecución iba a ser muy grande y se resolvió que la tropa capaz de caminar debía poner distancia entre este lugar y los guardias, mientras que los heridos quedarían a mi cargo y Enrique López se encargaría de suministrarme el transporte, el escondrijo y algunos ayudantes para trasladar los heridos y todos los contactos para poder recibir medicinas y curarlos en la forma debida.
Todavía de madrugada continuaban narrándose las incidencias del combate; casi nadie dormía o dormía a ratos y cada cual se incorporaba a las tertulias contando sus hazañas y las que vio hacer. Por curiosidad estadística tomé nota de todos los enemigos muertos por los narradores durante el curso del combate y resultaban más que el grupo completo que se nos había opuesto; la fantasía de cada uno había adornado sus hazañas. Con ésta y otras experiencias similares, aprendimos claramente que los datos deben ser avalados por varias personas; incluso, en nuestra exageración, exigíamos prendas de cada soldado caído para considerarlo realmente como una baja del enemigo, ya que la preocupación por la verdad fue siempre tema central de las informaciones del Ejército Rebelde y se trataba de infundir en los compañeros el respeto profundo por ella y el sentido de lo necesario que era anteponerla a cualquier ventaja transitoria.
En la mañana, vimos partir la tropa vencedora que nos despedía con tristeza. Conmigo quedaron mis ayudantes Joel Iglesias y Oñate, un práctico llamado Sinecio Torres y Vilo Acuña, hoy comandante del Ejército Rebelde, que se quedó para acompañar a su tío herido.
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Hasta aquí el relato del Che, a continuación un epílogo brevísimo tomado del Diario de la Guerra 2 de Heberto Norman Acosta y Pedro Alvarez Tabbío.
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(1)UN EPÍLOGO BREVÍSIMO
El segundo teniente Pedro Manuel Carreras Pérez, jefe de la guarnición de Uvero en el momento del combate, fue marginado por sus superiores después de la acción, a pesar de su conducta valiente y capaz. Hombre de pueblo, negro, llegado excepcionalmente a ese grado militar por su condición de músico, pasó el resto de la guerra en oscuras posiciones. Licenciado al triunfo de la Revolución, decidió poner sus manos y su esfuerzo al humilde y anónimo servicio de todo su pueblo por construir una nueva sociedad.
Así, la zafra gigante de 1970 lo tuvo como machetero voluntario. Un día llegó Fidel al corte de caña y quiso saludar a los cortadores. Al pasar frente a él, Carreras se cuadró y saludó militarmente.
A Fidel le llamó la atención el gesto y se le quedó mirando fijamente:
—Yo te conozco a ti. Espera, no me digas, déjame ver si me acuerdo.
Pasaron unos instantes en los que Fidel, con el entrecejo fruncido y la vista fija en el rostro de Carreras, hacía un esfuerzo mental por recordar. Pero Carreras no pudo contenerse:
—Comandante, yo soy aquel teniente del Uvero... Fidel no lo dejó seguir hablando:
—¡Teniente Carreras, cara! —exclamó sorprendido y jubiloso— ¡Déjeme darle un abrazo!
Al sentirse apretado por los brazos de Fidel, atónito y enmudecido por la sorpresa que le produjo el hecho increíble del gesto y de que hasta su nombre fuese recordado después de tantos años y de tantas cosas ocurridas, Pedro Carreras entendió por fin que él también había sido y seguiría siendo hasta su muerte, ocurrida en La Habana hace ya varios años, parte de la Revolución.
GRUPO DE HISTORIA DE LA LUCHA REVOLUCIONARIA EN SANTA CLARA (ACRC)
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