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viernes, 24 de junio de 2011

CAUSA 545 DE 1957 EN LA AUDIENCIA DE SANTA CLARA

VILLACLARA
CAUSA 545 DE 1957




Los hechos ocurridos la tarde del 26 de mayo de 1957 son conocidos: una bomba estalló antes de tiempo, y causó la muerte de los revolucionarios Agustín Gómez-Lubián Urioste (Chiqui) y Julio Pino Machado, así como heridas graves a la estudiante Gladys García Pérez.
Sin embargo, nada se ha publicado de la posterior investigación policial llevada a cabo por el teniente coronel Cornelio Rojas, inspector jefe de la Policía en Santa Clara, cuando apenas habían transcurrido dos horas de los trágico sucesos, conocida como Causa 545 de 1957.



Allanamiento policial en casa de huéspedes

Consta textualmente en la Causa 545, Legajo 5, que en el registro efectuado en la casa de huéspedes de la calle Berenguer Nro. 16, donde vivía la estudiante Gladys García Pérez, alumna de 4to. año de la Escuela Normal para Maestros, fueron encontrados varios documentos acusatorios.


Facsimilar manuscrito del Manifiesto de la Sierra Maestra, encontrado en la casa de huéspedes donde vivía la sobreviviente del fatal accidente.

Entre ellos, sobresale, la copia facsimilar del manifiesto de la Sierra Maestra, dirigido por Fidel Castro al pueblo de Cuba.

También destaca una proclama al pueblo de Las Villas, que dice de manera textual: Villareños: Piensa en tantos lugares enlutados todos por la pérdida del hijo, del esposo o del hermano. Piensa en tantas vidas inmoladas, en tantos cubanos que han dado su vida por el derecho a que tú vivas mejor y cuantos están dispuestos a ofrendarla para liberar a nuestra patria del yugo que la oprime. Piensa en los que abonaron con su sangre el camino que muy pronto tú podrás recorrer bajo el sol de la LIBERTAD y [...] respeta el DOLOR de los que SUFREN. Demuestra que agradeces el sacrificio de los que cayeron no asistiendo a carnavales, fiestas, cabarets, ni actos con los cuales se hiere cínicamente la sensibilidad del pueblo. (Saca diez copias y repártelas entre ciudadanos que la hagan circular)





El juicio oral por la Causa 545 fue suspendido varias veces por causas diversas. No se pudo efectuar el 20 ni el 27 de junio. Tampoco los días 3 y 18 de julio. No fue hasta el 29 de julio de 1957, en horas de la tarde, que se pudo consumar.



Preparación de Marel y el abogado para el Juicio.



Cuando llegó, vestido de traje y sonriente, lo miró.
—Yo soy el abogado —dijo extendiendo la mano.
No habló ni media palabra. Temía que fuese un infiltrado de la policía; desconfiaba hasta de su sombra.
Él se dio cuenta desde que entró que la muchacha desconfiaba.
—Nada puedo hacer si no logro establecer comunicación con mi defendida, el caso no es fácil —le dijo, conversando largo rato de todos los acontecimientos—. Debes contarme toda la verdad para poder defenderte.

¿Tú hablaste de la carta?
—De la carta, ¿de qué carta? —recordaba perfectamente todo lo que había dicho en el atestado.

El padre se volvió y le dijo:
—Puedes tener confianza.
—Dame detalles —dijo Espinosita—, es importante. Ella dudó unos instantes antes de responder:
—Bueno, es sólo un papel.
—¿Tenía sobre?
—No.
—Quizás te parezca tonto, pero es que en el atestado se le dá mucha importancia a este hecho como prueba acusatoria; también a la labor de proselitismo y a las trece bombas que se te impugnan.

La única prueba es la carta. Prueba esta comprometedora, porque establece el vínculo con otra provincia.

Tienes que hacer cuanto te diga. Eliminaremos la acusación de proselitismo y con ella la única prueba.

En su cuartico de la casa de huéspedes había una agitación de papeles en trasiego constante; proclamas que vendían para recaudar dinero y comprar armas, papeletas, la granadita que fue su primer arma, las escopetas, la pistola destinada a Aragonés para las acciones de Cienfuegos y que no ocuparon porque Margarita,la esposa de Osvaldo, se la llevó antes de que la policía cayera enla casa.

Dentro de todos los papeles se le había quedado la prueba comprometedora guardada en un libro: la carta del contacto de Santiago de Cuba.
La vinieron a buscar en tres perseguidoras. Como decían que los revolucionarios eran rojos y harapientos, se vistió y arregló lo mejor que pudo.

Desde que salieron por la carretera Central hacia la Audiencia y durante el recorrido, la ciudad se congregó para verlos pasar.

Los estudiantes, a pesar de las ametralladoras, corrían detrás de las perseguidoras, no dejándolas avanzar. Los automóviles se abrieron paso.

Bajó escoltada y fue en esos mismos momentos, cuando ascendía por la escalinata, que se percató de su vestido azul y blanco, del mismo color del uniforme tan odiado.

Se sentía mareada. Hacía dos meses que no se movía de aquel cuadrilátero.

Al subir los últimos peldaños las piernas le temblaron; ellos la fueron a sostener, pero forcejeó zafando los codos de aquellas manos ensangrentadas.

Llegaron a una habitación pequeña, amueblada tan sólo por dos fuertes bancos barnizados y sin respaldar, donde permanecieron largo rato antes de entrar a la sala repleta de policías; al final, sentados detrás de la mesa, los tres magistrados; sobre una mesita los papeles del acta y a un costado el fiscal Madrigal.

Miró hacia los congregados; una masa compacta, azul, de cinturones negros con pistolas o revólveres enfundados, brillantes, en alarde de poderío. Hacia una esquina, la sonrisa de hombres y mujeres batistianos que la creían adicta al régimen y venían dispuestos a sacarla de presidio.

El fiscal se ensañaba en pedir veinte años de condena y exageraba los cargos, mencionando atentados contra los Poderes del Estado.

Comparsa carnavalesca de leyes que oprimían a los pobres y defendían a los ricos.

¿Qué justicia era la que él decía debía hacerse?



Los magistrados, al cabo de casi dos meses, habían decidido celebrar el juicio. Dejaron el caso en manos del Tribunal de Verano, y éste en manos de los magistrados en función.

Se habían movido todas las fuerzas: «amistades», políticos, padres de estudiantes que eran magistrados y hasta el cura Madrigal, quien pensaba que su sobrino, el fiscal, sacaría a la muchacha de la cárcel. Estaba seguro de ello. No contaba con que el sobrino tuviese otra actitud.

Mientras todos los magistrados escuchaban atentamente y observaban a la muchacha que podría ser su hija, el hombre alto fornido, de traje claro y piel mulata, de pie ante la audiencia se disponía a actuar, sudando copiosamente.

—Esa carita de ángel esconde detrás una mente enferma perversa —decía el fiscal.

—¡Protesto!
—¡Siéntese, acusada!
—Estáte tranquila, no puedes actuar así —dijo Espinosita Aquel dichoso fiscal trataba de humillarla en todo momento a través de todos los medios en su condición de mujer.

La policía decía las mentiras más garrafales sin una gota de pudor.

¿Que orden podían poner estos «agentes de la mentira y del desorden»?

—Esta muchacha es inocente de todo lo que se le acusa —dijo uno de los profesores y continuó—: Recientemente hizo un examen de Moral y Cívica en el cual hablaba de los guardianes del orden y la moral, de la sociedad; quien escriba y piense así, no es capaz de hacer nada malo.

«¿Guardianes de la sociedad aquéllos?», pensó Carmen.
Pobres campesinos vestidos de azul. Pobres obreros que confiaban aún en la justicia.
El abogado criminalista defendía con ardor la causa que los estudiantes habían pagado a-costa de su graduación.-
Aquel uniforme azul se puso de pie.
—¿Jura usted decir verdad?
——Sí, juro.
—¿Es cierto que se encontró esa carta en casa de la acusada?
—Sí, la encontré. Esa carta vino de Santiago de Cuba y le dicen a la acusada que espere unos paquetes que van a enviar y también dicen que «la cosa está mala por Santiago».
Volvió a resonar la voz del fiscal.
La sala movía sus ojos bajo las gorras de plato.
Aquel uniforme quedó en silencio, esperando la pregunta del abogado defensor.
Miró aquella faz de asesino aburrido ante esta concurrencia: el cuerpo de mole sostenía la cabeza grande, enorme, monstruosa; la nariz larga y bachosa daba el toque al perfil del rostro que, con ojillos escrutadores, pasó la mirada inquieta sobre ella.

Respondió desafiante a su mirada.
El abogado alzó su voz nuevamente, después de casi seis horas de sesión.
—Dígame, esa carta que usted menciona, naturalmente, venía en un sobre.
—Sí.
—¿Y el sobre, claro, tenía sello, timbre de correo y la dirección de la acusada?
—¡Claro que sí! —gritó con más brío el policía.
«¿Qué se traía entre manos?»
Sabía que todo lo que declaraban policías, oficiales o clases, estaba deformado, que exageraban, pero él, con sus artimañas, los estaba llevando a que exageraran más. Se dio cuenta de la estratagema.
—¿Y usted encontró toda esa propaganda y documentos en la habitación? —preguntó a otro policía.
—Sí, fui yo —dijo con orgullo.
—¿Y la habitación estaba abierta?
^ —Sí. -
—¿Y daba a un pasillo la habitación?
¿Y la tapia del pasillo era baja o alta, o daba a otra casa?
——Daba a otra casa y era baja —respondió.
—Entonces —hizo una pausa antes de continuar—, podían entrar a colocar algo en la habitación, saltando simplemente la tapia.


Transcurrió el tiempo entre acusadores y defensores hasta que llegó el fin de todo aquello.
El fiscal gritó: «¡Pido veinte años de cárcel para la acusada!»
La última frase rompió el sonido como un flash. Carmen sintió que era otra persona la que estaba allí de pie, ante el tribunal.
El tiempo de espera fue interminable hasta que el Tribunal dictaminó.

¡Absuelta! ¡Absuelta! ¡Absuelta!

El abogado casi se desmayó, sudaba copiosamente. El teniente Valero y otros tres más vinieron a buscarla. Los ojillos malignos continuaron mirando como los de una rata en acecho, o más bien como los de un murciélago, eso era, sí, la mirada de aquel asesino que tanto la acosaba: el teniente Valero.
—A ésta debieron desaparecerla rápidamente y no juzgarla —dijo y añadió—: Eliminarlos es lo que hay que hacer, la yerba mala hay que arrancarla de raíz para que no vuelva a nacer.



Salieron de la Audiencia.

Las perseguidoras no podían avanzar debido a la avalancha estudiantil: la policía se veía impotente frente a la manifestación popular de simpatía por la Revolución.
En los balcones y ventanas se congregaban las familias para verla pasar.

El MR-26-7 tenía dos banderas en Chiqui y Julio, aquellos mártires que, como lo soñaron, pudieron dar su sangre para hacer el triángulo «de la bandera cubana, lucir más brillante la estrella de los ideales.


Al triunfo de la Revolución, el pueblo de Santa Clara situó una tarja de recordación a los revolucionarios inmolados en el sitio exacto del fatal accidente.
La joven Gladys García Pérez, con el sobrenombre de Marel, continuó sus labores conspirativas y en la actualidad reside en La Habana.
Mientras que el sanguinario Cornelio Rojas --capturado por tropas del Che en la batalla de Santa Clara-- pagó ante el pelotón de fusilamiento los tantos crímenes cometidos.



Desde ahora, la Causa 545 pasa a formar parte del patrimonio de la nación cubana.




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Tomado de Marel García: "Cuando las edades llegaron a estar de pie" Premio Narrativa 1974- Concurso Rubén Martínez Villena
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GRUPO DE HISTORIA DE LA LUCHA REVOLUCIONARIA EN SANTA CLARA (ACRC)

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