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domingo, 24 de julio de 2011

Alzamiento en la Llorona

Alzamiento en La Llorona


La muerte de Frank País había sido el detonante que encendiera la mecha de la rebeldía de Félix y sus compañeros
En una de las estribaciones del macizo montañoso de El Escambray, cerca de Caballete de Casa, en el valle que lleva por nombre La Llorona, término municipal de Cabaiguán.Estos fueron los primeros alzados en morir en las montañas de El Escambray


Un grupo de catorce rebeldes se encontraban acampados allí,. El grupo de alzados, al mando del cual estaba el combatiente revolucionarioFélix Hurtado Manso, jefe de acción y sabotaje del M-26-7 en el municipio de Cabaiguán,había iniciado cuatro días antes un recorrido por las zonas campesinas de Cabaiguán, en busca de armas y municiones para efectuar acciones armadas contra la tiranía en los alrededores del pueblo sin descartar la realización de algunas de gran envergadura, según era el propósito de Félix y otros miembros del movimiento 26 de Julio, como las del ataque al cuartel de la Guardia Rural y a la estación de la Policía Nacional de la localidad.

En Santiago de Cuba se había producido el 30 de julio, unos días antes, el asesinato de Frank País, que había conmovido no sólo a los combatientes de aquella ciudad, sino a toda la nación cubana. El primero de agosto recibió Félix la orden de iniciar una huelga en apoyo a lo que acontecía en Santiago, cuidad que se encontraba prácticamente paralizada a raíz de los acontecimientos del 30 de julio, y él decidió pasar a la clandestinidad, para evitar ser detenido por los esbirros como había ocurrido en varias ocasiones anteriores, cada vez que la situación política se ponía tensa en el país y sobre todo en Cabaiguán, ciudad ésta de gran tradición combativa.

La muerte de Frank País había sido el detonante que encendiera la mecha de la rebeldía de Félix y sus compañeros. Estaban indignados por el crimen. En Cabaiguán se activaron los comités de huelga, cerraron los comercios y se acuartelaron las células del Movimiento. El escenario quedó listo para iniciar las acciones. El día 2 de agosto Cabaiguán amaneció bien revuelto. La huelga tendía a consolidarse. Los comités cumplían su función y en esas circunstancias se produjo la salida de Félix hacia la zona de Neiva, un barrio rural próximo a la ciudad de Cabaiguán.

La búsqueda de armas y municiones se inició el día 3 de agosto de 1957 por varios grupos simultáneamente en las zonas campesinas del municipio de Cabaiguán. De esos grupos, el que estaba directamente bajo las órdenes de Félix, que realizaría la pesquisa en las zonas de Neiva, La Yaya, Echenique, Jarahueca y otras cercanas a esos lugares, se dividió en dos comandos: Uno salió hacia el Fondo de Neiva al mando de Fausto Sosa y el otro cubriría el resto de la zona al mando de Félix, con el propósito de reunirse al anochecer de ese día en una arboleda en la finca de un conocido campesino de apellido Gaicano, en la zona de Neiva. Desde la finca de Gaicano, una vez reagrupados los hombres al mando de Félix, marcharían a reunirse oon otros grupos que realizaban la búsqueda de las armas en las demás zonas campesinas, el propio día 3 a las ocho de la noche, en un lugar conocido como El Monte de Fermín, situado a menos de un kilómetro de la ciudad de Cabaiguán en las inmediaciones de la carretera Central viniendo desde Placetas. Ese lugar había sido el escogido como punto de concentración de los grupos para desde allí partir a cumplir las acciones combativas que habrían de realizar.

Adversamente el comando mandado por Félix se había demorado mucho más de lo previsto y un hecho ocurrido al tratar de desarmar unos batistianos de la zona, haría cambiar drásticamente el rumbo de los acontecimientos. Cuando los hombres bajo el mando de Félix llegaron a casa de los Ñapóles, conocidos batistianos del lugar, ya eran más de las ocho de la noche. Los contratiempos lógicos de esa tarea, los habían retrasado. Uno de sus hombres, Vitalio, se ofreció para pedir el arma, pensaba convencerlos por su lejano parentesco y así evitar males mayores. El Bolo Brito lo acompañó, quien era así como el padre de aquellos muchachos. Los recibió Zoilo Ñapóles, que en ese momento salía de casa de su hermano; sin muchos rodeos Vitalio le pidió el arma, pero al negarse, comenzó la discusión, y las discusiones en muchos casos tienen un final impredecible.

Todos fueron testigos de la escena, el viejo Ñapóles fue con su farol hacia la casa de tabaco y tras él, Vitalio, que le pareció percibir en la oscuridad que el hombre cargaba su escopeta. Con agilidad lo desarmó y lo lanzó al suelo. Todo ocurrió en segundos; el Bolo acababa de tomar el arma de su amigo cuando Ñapóles se incorporaba machete en manos con gritos de que “en mi casa nadie me hace esto”. Félix que hasta entonces se había mantenido apartado, comprendió la situación y ordenó: ¡tírale, tírale! Vitalio recordó las palabras de su jefe:”Si hay muertos que no sean nuestros, que sean de los otros”. Al instante Zoilo Nápoles volvió a caer al suelo, esta vez sacudido su cuerpo por dos proyectiles calibre 22.

Obviamente aquel inesperado pero posible acontecimiento modificaría la conducta a seguir de los jóvenes participantes en la acción. Ahora sobre sus espaldas descansaba un muerto, que aunque batistiano, no dejaba de ser un delito muy grave ante las leyes vigentes en la República de Cuba y un acto de subversión a los ojos de los esbirros quienes irremediablemente procurarían cobrar su cuota de sangre. Mientras esto ocurría en el comando mandado por Félix, el otro, mandado por Fausto, también se había retrasado más de lo previsto y llegaban ya avanzada la noche a la finca de Gaicano, lugar previsto para el reencuentro de los dos comandos. Esperaron un largo rato y Félix no llegaba. Pensaron que el otro comando había pasado antes que ellos y no los habían esperado, pues la hora del reencuentro era al anochecer, y tomaron la drástica decisión de dispersarse.

Al grupo mandado por Félix se les fue el tiempo en aquellas imprevistas circunstancias y cuando llegaron a la finca de Galeano no vieron ni a Fausto ni a ninguno de los suyos; entonces hicieron un razonamiento lógico: , y en parte fue así, pero que sus compañeros habían tomado la decisión de dispersarse. De la finca de Galeano el grupo continuó hacia el lugar convenido en donde pensaban que los estaría esperando el comando bajo el mando de Fausto y los demás grupos que habían salido hacia otras zonas a requisar armas, pero no había nadie, absolutamente nadie. Sería la una de la madrugada.

Esa fue la inesperada y comprometedora situación con que Félix y su reducido grupo de seguidores se encontraban en la madrugada del 4 de agosto de 1957 cuando llegaron al punto de concentración acordado para encontrarse con los demás beligerantes. Al Monte de Fermín habían llegado Félix y 11 hombres más, 12 en total, armados con escopetas de caza, revólveres y fusiles calibre 22, todos montados a caballo. La incertidumbre los agobiaba, a ciencia cierta ellos no sabían nada de las razones por las cuales no se encontraban en el lugar, ninguno de los compañeros comprometidos en las acciones, que supuestamente habrían de realizarse, y que allí debían estar esperándolos.

En aquel bello, húmedo y frondoso monte, compuesto en gran parte por árboles frutales, permanecieron los conspiradores hasta casi el amanecer, preocupados, desorientados, sin ninguna idea clara de lo que pudo haber sucedido. Se aferraban en atacar al pueblo, como era el plan preconcebido. La confianza que ellos depositaban en los demás jefes de grupo, les hacía pensar que el ejército habría descubierto Ja conspiración y que sus demás compañeros estarían huyendo, detenidos o muertos. Lo peor era el muerto. Félix sabía que para él y sus seguidores no había retroceso a la vida normal, seguro estaba de la cruel persecución que los esperaba.

Cerca de las cinco y media de la mañana, decidieron no esperar más y comenzaron el andar rumbo al sudoeste, hacia las zonas cercanas al macizo montañoso. Salieron del Monte de Fermín picando la cerca que lo separaba de la carretera Central, la atravesaron y continuaron hasta cruzar la línea del ferrocarril, muy cercana a la carretera Central en aquel tramo, y prosiguieron la marcha por las afueras del pueblo, bordeando el cementerio rumbo a la colonia de Echevarría, donde llegaron con el sol ya alumbrando sus pálidos rostros. Muy cerca de allí se encontraba la finca del padre de Máximo Pérez hacia donde se trasladaron. Máximo, quien posteriormente les preparó comida, les había servido de guía.

A media mañana Félix envió a Vitalio como mensajero al pueblo, para que contactara a cualquier precio a Reinaldo Pérez en la Farmacia de Prieto. Reinaldo era uno de los principales dirigentes del Movimiento 26 de Julio en Cabaiguán, compañero de trabajo de Félix y para él como un hermano mayor. Sabía que a través de aquel honesto, decidido y valiente compañero de combate, iba a conocer la verdad de todo lo sucedido el día anterior, así como las causas por las cuales se habían abortado las acciones acordadas.

Félix y el reducido grupo que lo acompañaba estuvieron desesperados toda la mañana esperando por el mensajero hasta que pasado el mediodía regresó Vitalio. Apenas llegó llamó a Félix a un lado, lo cual preocupó al jefe del grupo de alzados porque a él la experiencia le había enseñado que las cosas desagradables se decían a solas y bien bajito. Le habló de una contraorden, que debían esconderse y tratar de escapar, que trataron de avisarles.... Aquello fue duro para mí— cuenta Félix de aquel amargo episodio —, años y años de espera; pero ya nada más importaba, tenía un dolor muy grande, me sentía decepcionado. Reuní a los hombres y le pedí a Vitalio que repitiera el mensaje del pueblo, después hablé así: "Muchachos, yo estoy seguro que podría escapar, conozco la vida del perseguido pues llevo años en esto, pero me siento responsable de ustedes, casi todos sin experiencia, estoy seguro que los cazarían como moscas porque lo del muerto ya lo deben conocer. Durante mucho tiempo he acariciado la idea de abrir un Frente guerrillero en El Escambray, y si uno de ustedes me sigue lo intentaré, y si nadie me acompaña también trataré de lograrlo, el que no desee acompañarme puede retirarse>. De todos aquellos hombres sólo uno, Alejandro Cordero, decidió retirarse y así lo hizo. Era el día 4 de agosto de 1957 alrededor de las tres de la tarde. A Félix lo acompañaron 10 combatientes más.

Máximo Pérez los llevó rumbo al lomerío existente entre el poblado de Santa Lucía y una zona campesina conocida como "Zapatero", lugar desde donde comenzaron un azaroso e incierto caminar en busca de ayuda logística y comida y dos días más tarde lograron llegar al Monte de Colunga, donde se les unió un guía que les había proporcionado el jefe de la célula del Movimiento en el poblado de Santa Lucía. Con Dionisio, el nuevo guía, partieron el día 6 de agosto en horas de la noche hacia las lomas de El Escambray y acamparon en el valle de La Llorona, en las estribaciones de Caballete de Casa.

Félix Hurtado era miembro del Movimiento 26 de Julio en Cabaiguán, su jefe de acción y sabotaje, fundado en el año 1955 por él, Carlos Pérez, hermano del inolvidable hijo de Cabaiguán, el comandante Faustino Pérez, y otro grupo de destacados combatientes revolucionarios de aquella ciudad. En poco tiempo Félix se convertiría en uno de los más aguerridos y conocidos miembros de esa Organización en la provincia de Las Villas. Su vinculación a la lucha contra la tiranía puede enmarcarse a partir del 12 de marzo de 1952, fecha en que junto a un grupo de jóvenes fue detenido por las fuerzas represivas en Cabaiguán por manifestarse contra el oprobioso golpe de Estado, ocurrido dos días antes. Asimismo integró, a principios de 1953, junto a otros revolucionarios de Cabaiguán, el Movimiento Nacional Revolucionario del doctor García Barcenas.

A Félix lo conocí a fines de 1955. Él tenía entonces veintitrés años y yo dieciséis. Pasaba todos los días, temprano en la mañana, frente al local donde recién llegado del campo habíamos instalado, mi padre y yo, un sillón de barbería ubicada en la calle Valle esquina Masó. Allí llegaba para peinarse "la mota", contemplarse detenidamente en el espejo y hacer una breve pero amena tertulia. Era un hombre delgado, más bien alto, conversador, de grandes entradas en sus sienes, enérgico en su forma de actuar, pero pausado al hablar, de voz ronca y fuerte. Siempre impecablemente vestido con camisa ó bata blancas pues era boticario y trabajaba en la Farmacia de Prieto situada en el centro de la ciudad al lado del bar El Gallito. Usaba habitualmente gafas oscuras. Nunca se cuidó de profesar su desprecio por todo lo que significaba la tiranía batistiana, estaba siempre en la mirilla de los esbirros. La personalidad de Félix tuvo un significado profundamente radical en la generación de combatientes que lo rodearon. Fue un gran inspirador de los jóvenes revolucionarios, entre los que yo me encontraba, con su ejemplo bien definido en la doctrina insurreccional como vía necesaria para derrocar a Batista.

El 28 de mayo de 1957 Félix y otros cinco jóvenes de Cabaiguán fueron detenidos por el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) en la ciudad de Cienfuegos, adonde la Dirección Provincial del 26 de Julio los convocó para participar en una operación muy importante en esa ciudad, pero fueron delatados y detenidos un total de 35 combatientes clandestinos de esa Organización.Esta foto es de esa detención en Cienfuegos el 28 de mayo anterior.En la foto aparecen de izquierda a derecha de pie: Roberto Paz Sánchez, Félix Hurtado Manso, Julio Aguilera Quintana, Manuel Matienzo Abuela y Pablo Guillermo Pérez Ruiz.
Agachados: Diego Viera Ruiz, Eladio Pérez León, Rodolfo de las Casas Pérez (Casitas) y José Quián Cullén (Cheo)

Emboscada Traidora

El 7 de agosto fue un día sin contratiempos para el grupo de alzados. El sueño hecho realidad — pensaba Félix — , tanto tiempo esperando y al fin ya estábamos a los pies de El Escambray. Por la noche dedicaron algunas horas a planificar los pasos futuros con Dionisio, el nuevo guía. Él les había asegurado que estaban en un buen lugar y que a poca distancia de donde ellos estaban acampados había un campesino del Partido Auténtico que los ayudaría, y les facilitaría comida, pues era de confianza, se llamaba Santos Piñeiro. Félix le dio instrucciones a Dionisio para que fuera a Cabaiguán y estableciera contactos porque él tenía facilidad y era poco conocido, incluso había sido billetero que lo ayudaba a no levantar sospechas. El objetivo inmediato de Félix era establecer una línea de suministros, recibir el parque que tenían guardado, los medicamentos, ropas, botas y todo lo demás, y que le avisara a Marcelo, quien estaba bien preparado para ser el guía futuro del destacamento y podría llevarlos a la zona donde iban a operar, pero antes de realizar el viaje a Cabaiguán, le dijo a Dionisio, que debía por la mañana mandar a hacer la comida, que hablara con Santos Piñeiro y le explicara la situación, porque quizás fuera necesario permanecer varios días allí para esperar los suministros y los hombres. Le insistió que una vez que hablara con el campesino regresara al campamento y le informara el resultado de la entrevista. Así lo hizo Dionisio, regresó al campamento y le dijo a Félix: Bueno, ya se está preparando la comida, no hay problemas. Félix, Dionisio y los demás alzados decidieron esperar en el mismo lugar confiados en la ayuda que les prestaría el campesino Santos Piñeiro, pero como demoraba la comida, pasada la una de la tarde, Félix envió de nuevo a Dionisio a casa de Santos Piñeiro. Fue la última vez que lo vio.

Poco tiempo después de salir Dionisio los alzados bajaban desde donde estaban escondidos hacia una mata de caoba cercana a la casa de Santos Piñeiro que fue el lugar donde el campesino les indicó que llevaría el almuerzo. Cuando los alzados llegaban a las proximidades de la mata de caoba, desde diferentes lugares, de un platanal, del cuartón de ganado, de la propia casa de vivienda, decenas de guardias disparaban sus armas contra los sorprendidos jóvenes. < ¡Nos han sorprendido, todos al suelo !>. Gritó Félix en medio de la balacera y la confusión.

Milagrosamente el fuego cruzado que desde todas partes caía sobre los rebeldes no les ocasionó ningún muerto, sólo dos heridos. Comenzaría a partir de ese mismo instante una espantosa, cruel y sanguinaria cacería por parte de los esbirros para capturar a los jóvenes alzados en armas contra la tiranía batistiana. El grupo estaba integrado en aquellos momentos por 14 rebeldes, incluyendo 3 nuevos bisónos que se habían unido a la ya inexperta tropa. El guía que completaba la quincena de alzados no se encontraba en el grupo porque como se ha dicho bajó para indagar en que situación se encontraba la comida.

Después de la inesperada sorpresa recibida vino el desconcierto, pero Félix se lanzó al suelo y se arrastró hasta una cañada y atravesándola logró subir a una pequeña pendiente y desde ese lugar abrió fuego contra los soldados. Uno a uno los rebeldes se lanzaron tras su jefe a la cañada y a rastras por el cauce de la misma pudieron evadir el mortífero fuego que les hacían desde todos los lados del cerco tendido por el ejército. Se salvaron, pero fueron dispersados. Con Félix quedaban sólo cuatro combatientes, y el resto, unos heridos, otros desconcertados y sin orientaciones de que hacer, quedaban a merced del azar.

El ejército no había perdido tiempo. Desde el mismo 4 de agosto, un día después de la muerte del batistiano a manos del comando mandado por Félix, habían asaltado la casa de Don Lucio Paz, un campesino residente en la finca Loma del Potro en Neiva y padre de dos de los hombres que acompañaban a Félix: Roberto y Beremundo. Roberto había ido junto a Félix a Cienfuegos para el alzamiento que allí se pensaba realizar a fines de mayo, en cuya ciudad fueron detenidos junto con los 35 que compartieron los tormentos y atropellos de los cuerpos represivos de la tiranía. Había sido por mucho tiempo su inseparable compañero y uno de sus colaboradores más allegados. Beremundo, el otro hijo de Don Lucio, era el segundo al mando del grupo de alzados que marchaban con Félix, un joven alto y de constitución física fuerte, enérgico, decidido y valiente, tenía veintitrés años de edad. En 1955 había viajado a los Estados Unidos a estudiar la carrera de Ingeniero Mecánico, pero la abandonó en 1956, y a su regreso a Cabaiguán, se incorporó de lleno a la lucha contra el régimen batistiano.

Junto a los miembros del ejército que asaltaban aquella vivienda, se encontraba, en zafarrancho de combate, vestido con uniforme militar, el gobernador de Las Villas Segundo Borges Enrique, quien entraba abruptamente a la vivienda, detrás de los soldados, reclamando la presencia de los dos hijos de Don Lucio.

El registro ordenado por el teniente Fernández Martell, jefe del puesto de la guardia rural de Cabaiguán hasta aquel momento, fue infructuoso, pero ellos dejaron bien claro que los buscaban como actores materiales del asesinato del campesino Zoilo Ñapóles, y que los buscarían debajo de la tierra, si fuera necesario. El teniente Fernández no era un asesino y manifestó que a los muchachos alzados que fueran menores de edad los entregaría a sus padres, y a los mayores los enviaría a los tribunales. Entonces lo sustituyeron por el teniente Ramón Mirabal.

Comenzaba de ese modo una horrenda y vertiginosa carrera de un militar, la del teniente Mirabal, en busca de ascensos, glorias y privilegios, basada en la tortura, el crimen y el vejamen, marcado todo ello con un desprecio inimaginable, brutal y cruel, por la vida de alguien que él considerara revolucionario, o simplemente desafecto al régimen, o "comunista", como llamaban a los revolucionarios los cuerpos represivos de la tiranía batistiana.

Cuando Dionisio fue a indagar por la comida lo sorprendió la tropa del teniente Ramón Mirabal y fue hecho prisionero. Los esbirros obligaron a un humilde campesino nombrado Alejandro, El Moro, a amarrar con una fuerte soga el cuerpo de Dionisio y continuaron la marcha rumbo al lugar donde a través de confidencias sabían que estaban los alzados. Un campesino llamado Manuel Yorka, amigo del asesino Mirabal, logró que éste aliviara la situación del que iba horriblemente torturado por la soga. El joven fue desatado pero continuaron las vejaciones y torturas durante el camino. Al llegar los soldados al lugar donde colocaron la emboscada en espera de los alzados, Dionisio fue asesinado salvajemente a culatazos de fusil.

Durante el repliegue por la cañada en medio de la infernal balacera, fueron heridos Enoel Salas Santos e Isidro González Morales. Enoel en aquel momento hubiera creído cualquier cosa menos lo que estaba pasando. En medio de la confusión escuchó las órdenes de Félix, pero sin darse cuenta corrió en sentido contrario a la cañada; cuando se percató era tarde y no podía regresar. Enoel tomó una rápida determinación, comenzó a subir por el filo de una loma, si lograba atravesarla estaría a salvo, percibió las balas a su alrededor, pero no pensó siquiera en agacharse; cuando casi llegaba a un limpio sintió un punzonaso en la parte superior del brazo, inicialmente pensó en una avispa, pero la sangre le indicó algo peor, había sido alcanzado por una bala.

No se desesperó, el dolor era muy intenso, pero estaba vivo, se escondió lo mejor que pudo para esperar el momento oportuno y escapar. Allí pasó la noche y en la tarde del siguiente día observó un gran movimiento de guardias en casa de Piñeiro, donde habían establecido un cuartel. No podía seguir allí, aprovechó una oportunidad y subió a Caballete de Casa por la parte de abajo; durante tres días estuvo solo, hasta que encontró otros dos hombres que habían subido también a El Escambray con ideas insurreccionales. Bombino y Cadenas fueron su salvación, lo ayudaron como pudieron hasta que hizo contacto con el llano y se trasladó al poblado de Banao. Isidro no corrió igual suerte. Fue herido al momento de iniciarse el combate y aunque logró cruzar la cañada, se quedó solo y desorientado, mas pudo esconderse en unos pedruscos, donde pasó toda la noche.

El registro de los guardias al otro día en la mañana en busca de muertos o heridos era minucioso, rincón a rincón buscaban, hasta que encontraron al alzado escondido debajo de una piedra, en la que había logrado agazaparse Isidro González Morales, y lo remataron sin el menor escrúpulo.

Era el amanecer del 8 de agosto de 1957. A duras penas Reinaldo Pérez el compañero de trabajo de Félix en la Farmacia de Prieto, pudo recuperar los cadáveres de Dionisio e Isidro de las garras de los esbirros que los tenían en un lugar llamado Las Cuabas cerca del poblado de Santa Lucía. Los cadáveres ya descompuestos estaban dentro de sacos de yute amarrados con alambres de púas y sujetos a un mulo por una riata, soga usada por los arrieros para amarar los sacos de café u otros objetos a los aparejos que en el lomo se les colocan a esos animales de carga.

Con un cuchillo trataron de desamarrar los sacos del mulo: <¡Ustedes contemplan mucho a los muertos!>, les gritó envalentonado uno de los esbirros que custodiaba los cadáveres y seguidamente a machetazos corto la soga, hasta que cayeron al suelo los sacos conteniendo los cuerpos sin vida de aquellos dos heroicos combatientes de la ciudad de Cabaiguán; los primeros hijos de aquella localidad que ofrendaban sus vidas con las armas en la mano en El Escambray. Desde Las Cuabas fueron trasladados los cadáveres de los dos alzados por Reinaldo y dos compañeros más de Cabaiguán: Juan Díaz y Osvaldo Labrador, hasta el cementerio de Santa Lucía donde fueron sepultados en una oscura, calurosa y húmeda noche de aquel sangriento y heroico verano de 1957.

El día 8 de agosto tres rebeldes que juntos habían logrado escapar de la emboscada del día anterior, bajaban a media mañana por la loma de Pico Alto, en las inmediaciones de La Llorona. Sus nombres: Nilson Martínez Martínez, Manolo González Crespo y Sergio Espinosa. Caminaban desconfiados mirando para cuanto lugar se pudieran encontrar los soldados apostados, sin percatarse que desde una pequeña elevación situada a unos cuatrocientos metros de donde ellos caminaban, permanecían bien escondidos cuatro uniformados que los tenían ya a tiro de fusil. Una nueva balacera los sorprendió. Según cuenta Nilson, le pareció que el nutrido fuego era peor que el del día anterior. Uno cayó herido, otro trató de ayudarlo; mientras Nilson, que marchaba un poco más separado de los otros dos, pudo emprender una veloz carrera contra la muerte a través del caguazo de un viejo cañaveral cuyas hojas le destrozaban la ropa y le rasgaban la piel. Así logró ganar la cima de una loma, donde atinó a esconderse, con suerte tal, que la búsqueda la realizaron los soldados en sentido contrario al lugar donde él estaba agazapado debajo de una tupida bejuquera y desde donde lograría posteriormente, ponerse a salvo de sus crueles perseguidores.

Macabra fue la muerte de los dos alzados que marchaban junto a Nilson; Manolo González, Manolito como todos lo conocíamos y Sergio Espinosa a quienes finalmente los soldados lograron capturar aquella mañana. Cuentan los testigos en el juicio que por esa causa se les hiciera a los asesinos de los dos jóvenes en el mes de marzo de 1959 en la ciudad de Cabaiguán que ni pudor tuvieron aquellas hienas para ocultar su crimen, pues ambos alzados fueron montados en el jeep del ejército que conducían los cuatro soldados y llevados para casa de un campesino en el batey de la finca de Rafael Coiunga y le solicitaron los soldados que les hiciera almuerzo. Al terminar de almorzar en las primeras horas de la tarde los soldados llevaron a los dos jóvenes prisioneros a la vista de todos hacia la finca Manacas Delicias, los subieron a la falda de una loma y los ametrallaron despiadadamente aun conociendo que toda la vecindad era testigo de cuanto acontecía.

El mismo día 8 de agosto en horas de la mañana había sido asesinado el combatiente Manuel Brito Morales. Él iba bajando por un declive, en la zona del Arriero, como a doscientos metros del callejón, y había unas postas en las lomas como a medio kilómetro de donde él estaba, un guardia lo vio y lo cazó, apoyó el Springfíeld en una cerca y lo mató. Ese guardia tenía fama de certero tirador. El día anterior, cuando se dispersaron, El Bolo le dijo a Nilson que intentaría salir solo de la zona pues así tendría más posibilidades. Al morir El Bolo Brito tenía 54 años y había sido durante toda su vida un gran luchador por los derechos de los trabajadores. Ese día fueron asesinados cuatro alzados.

El 3 de agosto Chury y yo estuvimos hasta media noche esperando la orden para incorporarnos a las acciones que se realizarían ese día. Finalmente la orden no llegó porque fue suspendida la realización de toda acción armada por la dirección del Movimiento 26 de Julio en la ciudad. El 8 de agosto cuando al oscurecer llegué al cementerio de Cabaiguán y vi sobre una mesa de mármol, acabado de llegar, el cadáver de Manolito, sin ropas, tendido sobre aquella fría y silenciosa capilla, con cuatro perforaciones de bala perfectamente visibles en su lívido cuerpo varonil recibí, en aquel inolvidable instante, un fuerte golpe en mi pecho y percibí que todo el cuerpo se me estremeció al enfrentar la dura realidad de la muerte.

No sólo fui yo el que lloró y tembló de rabia e impotencia ante aquel cadáver, fue la ciudad entera. A casa de Monolito acudía todo el pueblo indignado y acongojado. Las coronas de flores llegaban una tras otra, nunca antes la ciudad de Cabaiguán había sentido tanto dolor. El pueblo no sólo lloraba a uno de sus más queridos hijos sino que estaba consciente de que muchos otros ya habían corrido la misma suerte, o la habrían de correr en pocas horas.

El entierro de Manolito fue una patriótica peregrinación de duelo revolucionario y grandiosa manifestación popular en contra de la tiranía a pesar del operativo que había montado el ejército tratando de impedirlo. El camino desde su casa hasta el cementerio se hizo cantando el Himno Nacional, haciendo caso omiso del ejército que nos asediaba y amenazaba. La despedida de duelo realizada por Miguel Reyes uno de los dirigentes del 26 de Julio en la ciudad, secretario general del sindicato de los tabaqueros y miembro del Comité de Huelga en aquellos días, fue un sentido pésame a los caídos y un llamado a la lucha. Nunca en el pueblo de Cabaiguán se había vibrado de emoción y de euforia revolucionaria como se hizo aquel doloroso día.

El 9 de agosto llegó a un lugar conocido por El Troncón el alzado Horacio González Méndez, justamente a mitad de la carretera que enlaza la ciudad de Cabaiguán con el poblado de Santa Lucía, después de llevar dos días caminado. Él había salido solo de La Llorona después de la sorpresa del día 7. En una tienda del lugar compró una cajetilla de cigarros y tomó una máquina de alquiler rumbo a la ciudad de Cabaiguán. Se creía seguro y buscaba la forma de alejarse lo más rápidamente posible del lugar de los hechos, pero de alguna forma fue delatado y en el trayecto interceptado por el Cabo Reyes, uno de los más crueles esbirros de aquella ciudad, quien ante la vista de todos lo derribó a culatazos y prácticamente muerto fue arrojado en el piso del jeep. Trataron de conducirlo hacia un lugar cercano al sitio del alzamiento para asesinarlo a mansalva y reportarlo como muerto en combale, pero él logró escapar y sin más contemplación durante la huida lo cazaron a tiros como si hubiese sido un perro jíbaro. Fue el sexto alzado muerto.

El 8 de agosto fue muy lluvioso y hasta cierto punto obstaculizó las operaciones del ejército. Félix y los otros cuatro alzados que lo acompañaban ya habían perdido toda esperanza de encontrar a alguno de los otros companeros del grupo dispersados el día anterior, hasta que la noche los sorprendió; mojados, hambrientos y desesperados al pensar el trágico final que podrían haber corrido los demás. A Félix le obsesionaba la idea de haber perdido 10 compañeros de la noche a la mañana sin haber tenido la posibilidad de combatir con armas de mayor calibre, idea fija en su mente desde hacía mucho tiempo cuando algunos politiqueros del Partido Auténtico le habían asegurado que pronto las recibirían o cuando antes de caer presos en Cienfuegos era una posibilidad real contando con el apoyo de los marineros.

No pararon de caminar toda la noche del día 8 alejándose de aquella zona infestada de emboscadas del ejército, hasta que los sorprendió el amanecer del día 9. Marchaban cautelosamente de uno a otro lugar donde la vegetación y las ondulaciones del terreno los ocultaban lo más posible. En ese peregrinar llegaron a casa de un campesino que les ofreció comida y en los alrededores de esa vivienda pasaron la noche. El 10 en la mañana un poco más animados continuaron la marcha hasta casa de un veterano del Ejército Libertador a quien pidieron ayuda, recibiendo por única respuesta del campesino una frase que los llenó de estupor e indignación. “¡Muchachos locos como creen ustedes que se puede tumbar al General Batista con esas escopeticas! Vamos a ver, yo voy a hablar con el ejército para entregarlos”.

Aquel inesperado incidente con el veterano a punto estuvo de desembocar en una tragedia, pues Félix reaccionó violentamente y sólo la serena y fundamentada mediación de Beremundo le hizo volver a la calma. Momentos después, mientras abandonaban aquella casa precipitadamente, al avisarles un muchacho que allí se encontraba que los soldados se aproximaban a la finca del veterano, se produjo una fuerte discusión entre Félix y su hermano Berto que les hizo comprender la dura y triste realidad en que se encontraban. Todo estaba perdido sólo la suerte los podría salvar de una muerte segura. Cerca de la casa del veterano en un lugar donde temporalmente habían encontrado refugio decidieron separarse. Félix, su hermano Berto y Orlando Llaugucrt Rodríguez salieron por un lado del terreno y Beremundo Paz Sánchez, el hijo de Don Lucio, y Vitalio Calero Barrios salieron por otro lugar. En aquel triste y angustioso momento a la mente de Beremundo vino el recuerdo de su querido hermano Roberto, ¿Qué habrá sido de él?

Cuando los alzados fueron sorprendidos en la mata de caoba a Roberto aquello le pareció el mismísimo infierno, no tuvo tiempo ni siquiera para probar la comida, pero eso ya no le importaba, lo único lógico en aquel momento era ponerse a salvo, pasar la cañada y alcanzar el herbazal, las espinas pinchaban su carne y las hojas cortaban su piel. Hasta los bejucos conspiraban en su contra y trataban de detenerlo, pensó en Beremundo, ¡qué falta le hacía a su lado!, ¡ Quizás esos quejidos a su izquierda eran de su hermano; Alguien herido en la espalda, avanzaba junto a él, de repente dejó de verlo y de sentirlo, estaba solo! Corrió todo lo que restaba de la tarde y la noche completa; a la mañana siguiente pudo contemplarse, era un despojo, su ropa estaba desgarrada y su piel cortada en decenas de lugares. Subió a varios árboles para orientarse, aún conservaba la esperanza de encontrar a Beremundo.

Por la tarde llovió copiosamente; sin darse cuenta casi dio de narices con un guardia que dormitaba en el portal de una casa. Al llegar a la finca de Lulo Gómez sintió por primera vez, en esos días, una mano amiga. Tuvo informaciones sobre el ejército y descansó. Salió a la carretera y detuvo una máquina de alquiler, valía la pena correr el riesgo, tenía que desaparecer de la zona. Al llegar a Cabaiguán un pasajero lo denunció, pero ya él estaba seguro gracias al ingenio de sus compañeros, en la clínica del doctor Marqués. Fue trasladado a Sancti Spíritus y más tarde, a la embajada de Brasil.

Beremundo Paz Sánchez y Vitalio Calero Barrios buscaban la forma de salirse del cerco y caminaban rumbo al Corujo, zona campesina situada a cierta distancia de las montañas, con acceso a distintos lugares por donde podrían alejarse definitivamente del lugar, hasta encontrar ayuda para salir de la ratonera. Téngase en cuenta que en aquellos momentos en los alrededores de Santa Lucía, lugar por donde deambulaban los exhaustos alzados, se encontraban en operaciones tropas del ejército pertenecientes a los escuadrones de Trinidad, Fomento, Cienfiíegos, Placetas, Cabaiguán y Santa Clara. Era una verdadera cacería humana lo que allí tenía lugar, organizada por aquellos esbirros sedientos de sangre. Escapar de aquel cerco constituía un verdadero milagro.

En el trayecto los dos alzados avanzaban por una típica campiña cubana en las inmediaciones de las montañas, terrenos ondulados, cuartones de ganado, platanales, campos de caña, cañadas, algún que otro peñasco y adornando el pintoresco lugar, las frondosas arboledas como símbolo de que a su lado se encontraba una vivienda habitada. En una de aquellas arboledas se encontraban los dos alzados descansado cuando aparecen los soldados en zafarrancho de combate. Fueron delatados por un batistiano de aquella zona llamado Sención Hernández. La dueña de la casa, Onilda Hernández, les había dicho a los dos jóvenes que fueran hacia la arboleda que ella les ayudaría; pero en vez de hacer lo que había prometido, avisó al chivato sobre la presencia de los rebeldes.

Sin tener para donde huir, pues los alrededores eran campos descubiertos y menos aun saber de la traición que los había vendido al ejército, decidieron esconderse en lo más copioso de una frondosa mata de aguacate, pensando que allí no podrían ser vistos por los esbirros. “¿Dónde están?”. Le preguntó a la campesina el sanguinario esbirro Rodríguez Carro. “Sobre una de las matas”, contestó Onilda y apuntó con el dedo índice hacia la arboleda.

Los soldados ametralladora en mano se dirigieron al lugar y al divisarlos, no medió ninguna orden de arresto ni de entrega, sólo el tabletear de las ametralladoras fue el sonido que se escuchó dentro de aquel nutrido grupo de árboles frutales y que retumbaban estrepitosamente en toda la campiña cercana al lugar. Los cuerpos de los dos jóvenes, destrozados por las balas asesinas, cayeron al suelo desde lo más alto de la mata de aguacate que les había servido de abrigo. Era el 10 de agosto de 1957 y sumaban 8 los alzados asesinados por los servidores del Tirano.

Los Mártires de La Llorona fueron los primeros alzados en morir en las montañas de El Escambray. Su sangre generosa no se derramó en vano, por aquel sendero bañado con ella se alzarían cientos de nuevos combatientes de la provincia de Las Villas, y toda la nación cubana, en busca del camino de la libertad y marcharían victoriosos en la senda del triunfo.

El milagro de la salvación

Félix, Berto su hermano y Orlando permanecieron escondidos durante horas debajo de unos matorrales que estaban cubiertos de bejucos, después de separarse de Beremundo y Vitalio, a causa del despliegue de soldados que había en el lugar en aquellos momentos. Los tuvieron al alcance de sus manos, mas las huellas de tres campesinos fueron seguidas de forma equivocada por los esbirros. Acurrucados en aquel pequeño pero seguro escondite, pasaron la noche del día 10 y el 11 temprano en la mañana los alzados llegaron a casa de unos campesinos conocidos de Félix, la familia Ríos. Pedro Ríos y María Hernández, la esposa. Allí conocían a Félix, él era quien inyectaba a los muchachos de la casa. Cuando María lo vio exclamó: < ¡Hijo, todo el mundo dice que tú estás muerto!>, Félix le pidió ayuda y ella se la ofreció. Pedro Ríos estabaí enfermo muy grave y con ese pretexto, en uno de los viajes del médico a la casa salieron Félix y su hermano Berto en el auto simulando que se trataba de un viaje familiar, para ir a ver al esposo enfermo. Antes de llegar a Cabaiguán, en un lugar llamado Cuatro Esquinas, doblaron a la izquierda y se internaron por caminos vecinales hasta entroncar la carretera Central al norte de la ciudad y desde allí los llevaron a Placetas, de donde se dirigieron a La Habana en ómnibus y se exiliaron en la Embajada de México.

Orlando salió con uno de los hijos de la familia Ríos, vestido con una ropa que le habían proporcionado en esa casa, llegó en un camión hasta el poblado de Santa Lucía, donde se unió a un entierro que iba hasta Cabaiguán, logrando burlar el cerco. Luego se trasladó hasta Placetas y desde ese lugar hasta La Habana. De los quince alzados siete habían salvado sus vidas al burlar la feroz persecución de cientos de soldados con órdenes de cazarlos del mismo modo que los rancheadores hacían en la época de la colonia cuando perseguían a los negros cimarrones.

El milagro de su salvación comenzó el mismo día 7 cuando fueron sorprendidos, pues toda la lógica indica sin lugar a dudas que la intención de la emboscada tendida por el ejército ese día en los alrededores de la casa de Santos Piñeiro era fusilarlos mientras comían, sin que tuviesen posibilidad de sobrevivir del mortal cerco que les habían preparado. Dos hechos fortuitos dieron al traste con las macabras intenciones de los esbirros. La caída del sombrero de Vidal y la tormenta que azotó la zona momentos después de iniciada la mortal persecución.

La tarde de la emboscada, el 7 de agosto, cuando aun no habían bajado a comer a Horacio se le escapó un disparo y en la confusión que originó la sorpresa del mismo a Vidal Pérez Rodríguez uno de los alzados, se le cayó el sombrero mientras iba a refugiarse en los matorrales cercanos al lugar, donde permaneció junto a otros compañeros hasta que Félix ordenó bajar hacia el lugar que el campesino, Santos Piñeiro, había indicado para serviles la comida, una caoba situada a unos cien metros de su casa; pero Vidal decidió ir primero en busca de su sombrero y después iría a comer, su comida pensó le sería guardada. Tomó un trillo rumbo a la cañada iba meditando cuando casi choca con ellos, eran como treinta. ¡Tírenle! Gritó un oficial y los soldados comenzaron a disparar, él corrió con todas sus fuerzas, al tercer disparo resbaló y cayo entre las hierbas, entonces escuchó varias detonaciones un poco más arriba y seguidamente hacia donde sus compañeros, un tiroteo cerrado. Para su suerte le creyeron muerto, y siguieron tras los otros; se arrastró le dolía el pecho del susto, comprendió que no debía subir la loma, apartó las altas hierbas y se enterró como una codorniz.

No supo cuanto tiempo estuvo así, sintió una pareja de guardias en la punta de la loma, se creyó perdido y por unos momentos pensó que soñaba. Reaccionó con la voz del soldado que registraba unos metros más abajo, donde precisamente había resbalado, preparó su revólver, lo sintió protestar, afirmaba en alta voz que un muerto no merecía tanto sacrificio, no tuvo paciencia y se marchó. Cuando el militar se fue pudo mirar al cielo y se dio cuenta de que estaba oscureciendo antes de tiempo, una tempestad en las lomas es algo horrible, pero él la creyó lo más hermoso de la vida. Los rayos y la lluvia espantaron a los guardias que se refugiaron en casa del campesino. No lo pensó dos veces, encorvado corrió cuanto pudo, el agua le mojaba los huesos pero era feliz, atravesó cañadas crecidas y rodó por las pendientes hasta llegar a una loma; desde allí los vio por última vez, estaban a caballo, buscándole, pues lo habían sentido, pero ya no se preocupaba, la corriente de agua borraba las huellas y él estaba dispuesto a caminar tanto que no se detuvo hasta dejar a un lado a Sancti Spíritus. No fue hasta el 12 de agosto que pudo descansar en casa de un tío en Guasimal.

El luto ennegreció los hogares de aquella ciudad y de sus zonas campesinas, el silencio reinaba en los lugares antes bulliciosos, sólo los batistianos más recalcitrantes y los esbirros se regocijaban con el dolor del pueblo.

En el bar El Gallito situado en el centro de la ciudad el teniente Mirabal celebró su triunfo y ascenso a primer teniente brindando con sidra. Menos de dos años después, frente al pelotón de fusilamiento, debe haber recordado todo aquello.

El trauma causado a los revolucionarios de Cabaiguán por el fallido alzamiento de La Llorona se reflejaba de forma visible en todos ellos y muy especialmente en los miembros del Movimiento 26 de Julio más comprometidos con las acciones que se desarrollarían el 3 de agosto. Ellos de una u otra forma sentían culpabilidad por el desenlace fatal e imprevisto que habían tomado los inesperados acontecimientos ese día. Contradictorias, polémicas y a veces evasivas fueron las versiones dadas de los hechos, pero a la luz de los acontecimientos no habría razones para sentirse culpables de ningún modo, pues el curso de la historia tiene lugar con independencia de la voluntad de los hombres, y en este caso, ningún miembro del Movimiento 26 de Julio en Cabaiguán podía predecir los hechos que iban a ocurrir, una vez dada la orden de salir a requisar armas en las zonas campesinas.

Aquel brutal golpe al movimiento revolucionario en Cabaiguán había exacerbado el sentimiento de odio y rencor hacia todo lo que significaba la tiranía batistiana como nunca antes. Los jóvenes revolucionarios del campo y la ciudad juraron "lavar con su sangre el crimen", como lo había hecho Martí cuando siendo un niño conoció de los horrores de la trata de negros. Entre esos jóvenes estaba yo y el grupo de revolucionarios con el que me relacionaba.





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De Palacio hasta Las Villas
Por: Ramón Pérez Cabrera.(Arístides)
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