MIERCOLES 31 SE RINDE LA JEFATURA DE POLICIA
LO QUE PUBLICÓ EL NEW YORK TIMES
1 COMBATIENTE CAÍDO ESE DÍA
Durante el último día de 1958, mientras continuaban los ataques de la aviación, los tanques y tropas de infantería salieron por última vez del Regimiento, en vano intento de cambiar la situación, pero fueron rechazados por los rebeldes.
Una tras otra iban cayendo las posiciones del gobierno. Frente al Escuadrón 31 de la Guardia Rural los rebeldes usaban un altoparlante para exigir la rendición. Los soldados estaban en una ratonera, no tenían otro camino. Finalmente, uno de ellos salió a negociar.
En otra parte de la ciudad, un foco fuerte de resistencia era el sólido edificio de la estación de la policía, que estaba defendido por el coronel Cornelio Rojas, un viejo oficial con un impresionante expediente criminal. Durante la huelga de abril su consigna de "cuatro muchachos por uno de los nuestros" había costado muchas vidas.
En el interior de la jefatura de la policía había ordenado resistir hasta las últimas consecuencias. Uno de los oficiales, el capitán Olivera, abandonó su posición y se negó a seguir combatiendo: el coronel lo fulminó con dos disparos en el pecho y así sentó el ejemplo para los que quisieran rendirse.
El edificio estaba siendo duramente castigado con impactos de balas y disparos de bazucas. Las gruesas paredes de la jefatura policiaca se desmoronaban con las andanadas de los proyectiles tomados del tren blindado batistiano.
En las calles aledañas, los guerrilleros comandados por Pachungo se enfrentaban a los tanques. A pesar de la superioridad de sus armas, los soldados cedían terreno y la ciudad estaba prácticamente en poder de los rebeldes.
Los guardias atrincherados en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen también se rindieron, con la intervención hermano saleciano Juan. El Che le encargó a un cura húngaro de esa iglesia, José Vándor Weech, que gestionara la rendición de los policías.
378 A las cuatro de la tarde, cuando era evidente que los sitiados en la jefatura no tenían salida, el coronel Rojas pidió una tregua.
Leonardo Tamayo, de la tropa del Che, le dio veinte minutos.
En un carro de la Cruz Roja fueron trasladados los muertos y heridos. Tres de los sitiados aprovecharon el momento y pidieron conversar.
El Che los complació y se dirigieron al interior de una casa vecina.
Los policías se rindieron, y fueron autorizados a refugiarse en el Regimiento No. 3 Leoncio Vidal.
Unos trescientos hombres abandonaron los fusiles en la calle y huyeron a todo correr rumbo al cuartel. Así, de repente, se produjo una verdadera estampida:
Al verse libres de sus oficiales y en presencia de amigos y familiares, la mayoría de los policías prefiere acogerse a la zona liberada.
Hacia la fortaleza enemiga encaminan sus pasos el coronel Cornelio Rojas, el comandante José Romero Benítez, el teniente Velázquez, famoso por sus crímenes en Manicaragua, donde era jefe policiaco y dos o tres oficiales más.
En poder de la columna 8 quedaron centenares de armas, siete "perseguidoras", varios tanques, y abundantes municiones
Cerca de las seis de la tarde, mientras hostigaba a los francotiradores atrincherados en un piso alto del Gran Hotel frente al parque Leoncio Vidal, en Santa Clara, José Mendoza Argudín sintió el ruido inconfundible de la llegada de los tanques. Al principio creyó que eran enviados del Regimiento No. 3, pero enseguida se sorprendió al ver que en uno de ellos venía el Che.
Los huéspedes fueron evacuados hacia el Gobierno Provincial. Un empleado se brindó para conducir a los rebeldes hasta donde se encontraban los esbirros. La operación era arriesgada, había que pasar de una sección a otra del edificio por un tablón, romper una ventana y entrar a la habitación.
El empleado que se ofreció de guía fue el primero en cruzar. Después de Intercambio de disparos y de una granada que por fortuna no estalló, los esbirros huyeron hacia otro piso.
Mendoza quemó unos colchones para presionarlos, pero él y sus hombres sufrieron también los rigores del incendio, casi asfixiados poe el humo, y con una agravante: no había bomberos en la ciudad.
En la jefatura del Regimiento No. 3 de Santa Clara resultó perturbadora la noticia que el refuerzo procedente de La Habana había sido detenido a la altura de Manaca al chocar con las fuerzas emboscadas del comandante Víctor Bordón.
En el sector a cargo del Directorio, las unidades del capitán Raúl Nieves Mestre, destruyeron las últimas tanquetas y carros blindados del Escuadrón 31 de la Guardia Rural. Hasta la jefatura de policía se llegó abriendo boquetes de casa en casa. Los santaclareños no solo dieron el permiso solicitado, sino que eran los primeros en empuñar las piquetas para echar abajo las paredes de sus residencias. Las calles lucían limpias de rebeldes, mientras éstos, ocultos de los franco tiradores enemigos, se iban acercando al objetivo.
Entretanto, los cadáveres yacían esparcidos por todas partes y los heridos agonizaban en la vía pública. Cuántos pretendieron recogerlos, pagaron con la vida el generoso empeño. Los encallecidos sicarios de Batista, los "chivatos" acorralados eran insensibles a todas las consideraciones humanas. El mando insurgente, a través de la Cruz Roja, solicitó una tregua, al solo propósito de enterrar los muertos y conducir los heridos a lugar seguro.
Respuesta insolente de Casillas: —No hay tregua. Exijo la rendición.
Al parecer, el jefe del regimiento Leoncio Vidal no se había percatado aún de la magnitud del desastre. O acaso, engañado y traicionado por el taimado sátrapa de Kuquine, ajeno a todo sentimiento de lealtad y consecuencia, cumplía órdenes en espera de refuerzos que nunca le llegaron, lean a continuación la noticia que publicó el New York Times reportada por la AP ese día 31 de diciembre. El último de los grandes crímenes de Batista se perpetró contra sus propios hombres.
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